jueves, 2 de mayo de 2013


El sagrado silencio en la celebración litúrgica

 “Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas … tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo” (cf. Sab 18,14-15). Así una antífona de la octava de Navidad recuerda, con extraordinaria libertad, cómo en la noche del Éxodo se realizó la liberación del hombre y la emancipación del pecado. Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia –sagrada precisamente con motivo de la Presencia– es necesario “guardar silencio!, es decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede “celebrar”.
Esto es indispensable para rezar: “retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto”(Mt 6,6). La habitación es el alma, pero también el templo, dicen los Padres. ¿Qué secreto puede ser mantenido sin silencio? El secreto de la conciencia en el que se puede oír la voz de Dios, en la noche silenciosa como para Samuel. Hace falta silencio para que Dios pueda hablar y nosotros escucharle. Por esto vamos a la iglesia, para celebrar el culto divino, sagrado porque desciende del silencio eterno en el tiempo tan ruidoso, para apaciguarlo y orientarlo a lo Eterno. No hay duda de que la posición frontal del sacerdote en el altar hacia el pueblo induce a la distracción suya y de los fieles, desorientando la dirección de la oración: imitemos al Santo Padre que mira al Crucificado.
El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra. Este silencio se pide al inicio de la Santa Misa para el examen de conciencia, aunque breve, en el que reconocer nuestros pecados “antes de celebrar los Santos Misterios”.
Tras la invitación a rezar con el Oremus, el sacerdote se recoge en silencio, para rezar y para dar tiempo a los fieles a hacer lo mismo y unir así su propia intención a esa oración que el sacerdote pronunciará “recogiendo” – por ello se llama oración “colecta” – y presentándola al Señor. Con esta oración, comienza en la Misa la función sacerdotal de mediación entre el pueblo santo y el Señor.
De la oración a Dios se pasa a la escucha de Dios. El Sínodo sobre la Palabra de Dios no olvidó insistir en el silencio como espacio privilegiado para recibirla. Los misterios de Cristo – el Papa lo recuerda en la Exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini – están unidos al silencio, como dicen los Padres de la Iglesia. Así, más que multiplicar los encuentros bíblicos, es necesario tener “realmente en el centro el encuentro personal con Cristo que se nos comunica en su Palabra” (n. 73). La liturgia de la Palabra es tal porque tiene lugar en el silencio sagrado.
El Ordo Missae sugiere, en este punto, que haya habido o no homilía, se guarde silencio. Parece una ejercitación “al encuentro desnudo, silencioso, austero... al coloquio espontáneo, alegre, adorante con la divina Majestad, como arrastrados en la estela de la oración misma de Cristo” (Pablo VI, Discurso a los Abades de la Confederación Benedictina, 30 de septiembre de 1970, n. 3). Es una invitación a los monjes: pero todo cristiano debe ser en alguna medida monje, es decir, habitar solo con el Señor. La liturgia sagrada capacita para esto. La Regla benedictina exhorta al monje a hacer que su mente esté en armonía con su voz (cf. 19,7): “Parece una cosa sencillísima, diríamos natural – subraya Pablo VI – pero tener esta armonía interna entre la voz y la mente, y una de las cosas más difíciles” (Discurso a los Abades, cit.). Precisamente la dinámica de la relación entre Dios que habla y el fiel que escucha y responde con el salmo o la oración – según la clásica tripartición conservada en la semana santa: lectura, responsorio, oración – constituye el ejercicio necesario, la ruminatio de los Padres, para asimilar y hacer que voz y mente se armonicen. Esto es particularmente útil en vista de la oferta de sí, de nuestros cuerpos en sacrificio espiritual “como culto según la razón”, que para esto “renueva la mente” con el fin de distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a él grato y perfecto (cf. Rm 12,1-2). La renovación de la mente es el juicio según Dios y no según el mundo. La liturgia debe favorecer la conversión de la mentalidad mundana y carnal, que tiende siempre a conquistar a clérigos y laicos. Renovar la mente significa mirar la realidad y no seguir las propias ideas – la ideología –, porque él hace nuevas todas las cosas.
El silencio puede volver a aflorar en el ofertorio, donde no es necesario ni obligatorio que las fórmulas previstas de la ofrenda sean dichas en voz alta. Se podría también sugerir que, en el futuro, la Plegaria Eucarística, también en la Misa de Pablo VI, pudiera recitarse submissa voce, casi en silencio, para favorecer el recogimiento: como se hacía y se sigue haciendo en la celebración en “forma extraordinaria”. ¿Es siempre necesario escuchar palabras tan arcanas, especialmente las de la consagración? Si el sacerdote abajase el tono de la voz, no recitaría, sino que rezaría verdaderamente y favorecería el recogimiento y la unión de los fieles a su oración de medación sacerdotal. Análogo silencio se recomienda especialmente a la acción de gracias después de la Comunión.
Pero, más allá de los momentos específicos, es toda la liturgia, es más, la Iglesia misma como espacio sagrado, la que necesita recuperar el clima de silencio. Esta exigencia llevaba a preordenar espacios de reunión como nártex y atrios para pasar del exterior al interior, de la dispersión al recogimiento. ¿No serviría también en nuestros días? “La capacidad de interioridad, una mayor apertura del espíritu, un estilo de vida que sepa sustraerse a lo que es ruidoso e invasivo, deben volver a parecernos metas que colocar entre nuestras prioridades. En Pablo encontramos la exhortación a reforzarse en el hombre interior (Ef 3,16). Seamos honrados: hoy hay una hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su energía interior” (J. Ratzinger, Fede, Verità, Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 167).
(Tomado de la Página de la Oficina de celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice)

viernes, 26 de abril de 2013


El color rosado


Siguiendo con los colores

Los colores en la liturgia son expresión sencilla de lo que celebramos en los misterios de nuestra fe. Este color se puede utilizar según las normas de Ordenación General del Misal Romano  (n 346 enc. f) en dos ocasiones: dentro del tercer Domingo de Adviento, conocido en la liturgia antigua como el “Gaudete”. Se utiliza para distinguirlo  del color violeta que se usa durante todo este tiempo como preparación a la Solemnidad de la Navidad.
Y en el cuarto Domingo del Cuaresma conocido como el “Laetare”, para distinguirlo del color morado propio de la penitencia;  hay que destacar que el morado de la Cuaresma no debería ser el mismo del violeta del Adviento, pues en realidad es así por el sentido de sobriedad, preparación y sencillez pues no es propiamente de penitencia.
Además en el Perú se puede usar el color rosado para la Solemnidad de Santa Rosa de Lima que se celebra el 30 de agosto y no el 24 de agosto según el calendario Universal de la Iglesia. Ella es Patrona de la ciudad de Lima, del Perú y de América.

A propósito del color negro

Según las normas de la OGMR (en el mismo número) el color negro se puede utilizar en las misas de difuntos “donde sea tradicional” y no hay que tener ningún permiso especial para ello. Lo que sucede es que después de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II se dejó en el olvido este color por el morado, que también se puede usar en las mismas circunstancias. El negro tiene una fuerza expresiva que ayuda a entrar en contacto con el misterio de la muerte,  que puede ser interesante destacar.



martes, 16 de abril de 2013



El color celeste ¿algo del pasado?

¿Alguna vez hemos visto el color celeste en las vestiduras de la Misa? Porque los colores litúrgicos son: verde, rojo, blanco y morado,  también podemos haber visto el dorado, que es una extensión del blanco.
En las fiestas de la Virgen María se usa el color blanco como se hace con todos los santos; pero para España y todas sus colonias se concedió el privilegio por un decreto de la Santa Sede en 1864,  de usar el color celeste para la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María y las fiestas relacionadas con este misterio mariano.

Por esta razón en el Perú se puede hacer uso de este privilegio el 8 de diciembre, pero también el 25 de marzo Solemnidad de la Anunciación de Señor que antes de la reforma conciliar era también conocida como la fiesta de la Anunciación a la Virgen María, es decir una fiesta mariana. También en la fiesta de la Medalla Milagrosa se puede hacer uso del celeste,  así como en las misas votivas de la Virgen.

Detalle hermoso que tiene nuestra liturgia para con nuestra Madre del cielo.



viernes, 12 de abril de 2013




 Arte de celebrar la Liturgia




Quiero compartirles que me anime a poner este titulo al blog pues creo que no es tan fácil celebrar nuestra hermosa liturgia católica desde el lado del ministro celebrante ni de los fieles que participan plena, consciente  y activa, como nos pide la Sacrosantum Concilium (n. 14).
Creo que es un arte: “habilidad para hacer algo bien”  que no es tan fácil,  pues implica por un lado saber las reglas, normas, rúbricas de los distintos libros litúrgicos, que hay veces no las tenemos todas en la cabeza, o se nos olvidan, o las entendemos a medias. Hay algunos ministros que  tiene “pavor” a estas, mandadas por la Iglesia,  como si fuesen estructuras opresivas que nos impiden actuar con libertad, que nos ponen incómodos y tensos. No descubren que son lineamientos, pistas  que nos ayudan a realizar lo que debemos hacer bien, de manera elegante y bella. Hay un gran desconocimiento de las rúbricas por parte de muchos ministros celebrantes y es una exigencia de nuestro ministerio el conocerlas e interpretarlas bien.
Por otro lado porque el gran Agente de la liturgia no somos nosotros, sino Dios mismo por medio de su Espíritu deberá ser el gran maestro o director de orquesta de lo que hacemos, es decir el ministro tiene que estar atento, dócil y inspirado de El para poder actuar “in persona Christi”. De ahí que la Iglesia insista en una preparación remota y otra próxima a la celebración litúrgica de parte del ministro;  la primera implica una vida de gracia, de esfuerzo por la santidad, de combate espiritual serio y la segunda el silencio, de la concentración, el don de la piedad y el temor (= la reverencia),  para acercarse al misterio sagrado. Cuando el instrumento es de mayor calidad y fino,  el Autor puede hacer con él maravillas;  es como un buen bisturí en las manos del mejor cirujano del mundo o un buen martillo en las manos de un carpintero.  
Celebrar la Liturgia no es simplemente una repetición de acciones de manera mecánica y rutinizada sino dejar que Dios se haga presente, dejarlo actuar a través de nuestro ministerio, a través de los signos y símbolos que El ha querido integrar en su acción como son los ministros, gestos, posturas, el canto, el silencio, etc. Es abrirnos al misterio de lo Sagrado, dejar que Dios se haga presente en nuestro aquí y ahora, que El venga a salvarnos, a iluminarnos, a sacarnos de nuestra pequeñez y introducirnos en lo infinito. La liturgia es Vida, es Verdad, es Presencia que irrumpe en nuestro caminar para transformarnos. De eso se trata en dejarse tocar, invadir por el Eternamente Otro que es Dios. Es por eso que en la liturgia se habla de “actualización”, “hacer presente”, “memorial” de lo que ha pasado y pasa ahora, no es sólo un recuerdo o una teatralización de algo pasado y lejano.
Si como ministros nos disponemos así a participar de la Liturgia,  entonces en verdad será para cada uno de nosotros, encuentro con Aquel que nos ha llamado,  celebración de fe, de vida, de amor,  momento a lo largo del  día de hacer un alto y contemplar cara a cara el Sol de salvación que trae la salud en sus alas (cfr Mal 3, 20).
Permítanme decirles que la participación de los fieles lo dejaremos para otra oportunidad
  

miércoles, 10 de abril de 2013

El crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”

Desde tiempos remotos, la Iglesia estableció signos sensibles que ayudaran a los fieles a elevar el alma a Dios. El Concilio de Trento, refiriéndose en particular a la Santa Misa, motivó esta costumbre recordando que “Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos [...] con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio [la Eucaristía] e introducir las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas” (DS 1746).
Uno de los signos más antiguos consiste en volverse hacia oriente para rezar. Oriente es símbolo de Cristo, el Sol de justicia. “Erik Peterson ha demostrado la estrecha conexión entre la oración hacia oriente y la cruz, conexión evidente como muy tarde en el periodo constantiniano. [...] Entre los cristianos se difundió la costumbre de indicar la dirección de la oración con una cruz sobre la pared oriental en el ábside de las basílicas, pero también en las habitaciones privadas, por ejemplo, de monjes y eremitas” (U.M. Lang, Rivolti al Signore, Siena 2006, p. 32).
“Si se nos pregunta hacia dónde miraban el sacerdote y los fieles durante la oración, la respuesta debe ser: ¡a lo alto, hacia el ábside! La comunidad orante durante la oración no miraba, de hecho, adelante al altar o a la cátedra, sino que elevaba a lo alto las manos y los ojos. Así el ábside llegó a ser el elemento más importante de la decoración de la iglesia, en el momento más íntimo y santo de la actuación litúrgica, la oración” (S. Heid, «Gebetshaltung und Ostung in frühchristlicher Zeit», Rivista di Archeologia Cristiana 82 [2006], p. 369). Cuando, por tanto, se encuentra representado en el ábside Cristo entre los apóstoles y los mártires, no se trata sólo de una representación, sino más bien de una epifanía ante la comunidad orante. La comunidad entonces “elevaba las manos y los ojos 'al cielo'”, miraba concretamente a Cristo en el mosaico absidial y hablaba con él, le rezaba. Evidentemente, Cristo estaba así directamente presente en la imagen. Dado que el ábside era el punto de convergencia de la mirada orante, el arte proporcionaba lo que el orante necesitaba: el Cielo, desde el que el Hijo de Dios se mostraba a la comunidad como desde una tribuna” (Ibíd., p. 370).
Por tanto, “rezar y orar para los cristianos de la antigüedad tardía formaba un todo. El orante quería no sólo hablar, sino esperaba también ver. Si en el ábside se mostraba de modo maravilloso una cruz celeste o a Cristo en su gloria celeste, entonces por eso mismo el orante que miraba hacia lo alto podía ver exactamente esto: que el cielo se abría para él y que Cristo se le mostraba” (Ibíd., p. 374).
El Crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”
De los anteriores apuntes históricos, se deduce que la liturgia no se comprende verdaderamente si se la imagina principalmente como un diálogo entre el sacerdote y la asamblea. No podemos aquí entrar en los detalles: nos limitamos a decir que la celebración de la Santa Misa “hacia el pueblo” es un concepto que entró a formar parte de la mentalidad cristiana sólo en la época moderna, como lo han demostrado estudios serios y lo reafirmó Benedicto XVI: “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la época moderna y es completamente extraña a la cristiandad antigua. De hecho, sacerdote y pueblo no dirigen uno al otro su oración, sino que juntos la dirigen al único Señor” (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano 2010, pp. 7-8).
A pesar de que el Vaticano II nunca tocó este aspecto, en 1964 la Instrucción Inter Oecumenici, emanada del Consilium encargado de llevar a cabo la reforma litúrgica querida por el Concilio, en el n. 91 prescribió: “Es bueno que el altar mayor se separe de la pared para poder girar fácilmente alrededor y celebrar versus populum”. Desde aquel momento, la posición del sacerdote “hacia el pueblo”, aún no siendo obligatoria, se convirtió en la forma más común de celebrar Misa. Estando así las cosas, Joseph Ratzinger propuso, también en estos casos, no perder el significado antiguo de oración “orientada” y sugirió superar las dificultades poniendo en el centro del altar el signo de Cristo crucificado (cf. Teología de la Liturgia, p. 88). Uniéndome a esta propuesta, añadí a mi vez la sugerencia de que las dimensiones del signo deben ser tales que lo hagan bien visible, so pena de poca eficacia (cf. M. Gagliardi, Introduzione al Mistero eucaristico, Roma 2007, p. 371).
La visibilidad de la cruz del altar está presupuesta por el Ordenamiento General del Misal Romano: “Igualmente, sobre el altar, o cerca de él, colóquese una cruz con la imagen de Cristo crucificado, que pueda ser vista sin obstáculos por el pueblo congregado” (n. 308). No se precisa, sin embargo, si la cruz debe estar necesariamente en el centro. Aquí intervienen por tanto motivaciones de orden teológico y pastoral, que en el estrecho espacio a nuestra disposición no podemos exponer. Nos limitamos a concluir citando de nuevo a Ratzinger: “En la oración no es necesario, es más, no es ni siquiera conveniente mirarse mutuamente; mucho menos al recibir la comunión. [...] En una aplicación exagerada y malentendida de la 'celebración de cara al pueblo', de hecho, se han quitado como norma general – incluso en la basílica de San Pedro en Roma – las Cruces del centro de los altares, para no obstaculizar la vista entre el celebrante y el pueblo. Pero la Cruz sobre el altar no es impedimento a la visión, sino más bien un punto de referencia común. Es una 'iconostasis' que permanece abierta, que no impide el recíproco ponerse en comunión, sino que hace de mediadora y que sin embargo significa para todos esa imagen que concentra y unifica nuestras miradas. Osaría incluso proponer la tesis de que la Cruz sobre el altar no es obstáculo, sino condición preliminar para la celebración versus populum. Con ello volvería a estar nuevamente clara también la distinción entre la liturgia de la Palabra y la plegaria eucarística. Mientras en la primera se trata de anuncio y por tanto de una inmediata relación recíproca, en la segunda se trata de adoración comunitaria en la que todos nosotros seguimos estando bajo la invitación: ¡Conversi ad Dominum – dirijámonos al Señor; convirtámonos al Señor!” (Teología de la Liturgia, p. 536).

(Tomado de la Web Oficina de Celebraciones Pontificias)

¿Por qué hacerlo en nuestros templos y capillas? No es tan difícil, es simplemente poner el centro de nuestra atención en Dios que es el agente principal en la acción litúrgica.  Eso ayudaría a recordar también al celebrante a saber que en la acción sagrada estamos de cara a Dios y debe de llevar a Dios aquellos que están participando de ella 

Es un cambio sencillo pero muy significativo en el arreglo del presbiterio que nos ayudaría a todos,  ministros y fieles a celebrar de cara al Señor